Resumen

Cuando en marzo de 1018 fue asesinado el califa hamudí Alí ben Hammud, los bereberes zanata apremiaron a su hermano mayor al-Qasim, que era gobernador de Sevilla, para que tomara el Poder. Casi una semana tardó al-Qasim ben Hammud en presentarse en Córdoba y hacerse proclamar califa con el título honorífico de al-Mamun (el que inspira confianza).

El nuevo califa hamudí heredó un competidor de su hermano que no consiguió ocasionarle problema alguno. Era el príncipe omeya Abd al-Rahman, bisnieto del califa Abd al-Rahman III, que residía en Levante. Allí lo encontró el régulo eslavo de Almería Jayran, que lo convenció para que aceptara ser nombrado califa en oposición a Alí ben Hammud. Para realizar el derrocamiento, Jayran consiguió la alianza del árabe tuyibí Mundir ben Yahya de Zaragoza y juntos levantaron un ejército en Levante y en la Marca Superior al que se añadió algunos contingentes enviados por el conde de Barcelona. En Játiva se concentró el pequeño ejército, unos cuatro mil hombres, y allí acudió Abd al-Rahman para tomar el mando y marchar contra Córdoba. Cuando se disponían a partir, recibieron la noticia del asesinato de Alí ben Hammud.

A pesar de que al-Qasim había sido proclamado califa seis días después del asesinato de Alí. Los conjurados continuaron con su plan y tardaron un mes en designar califa a Abd al-Rahman, que tomó el título honorífico de al-Murtada (el que goza de la satisfacción divina), y lo hicieron en una localidad entre Valencia y Zaragoza. Al-Murtada dio muestras de tener una personalidad poco propicia para ser juguete de nadie. Debido a ello, los que lo habían encumbrado lo traicionaron abandonándolo en la batalla que libraron contra el bereber sinhaya Zawí ben Zirí a las puertas de Granada. Abd al-Rahman al-Murtada tuvo que huir y se refugió en Guadix, donde unos sicarios de Jayran lo asesinaron.

Los cordobeses se preguntaron con angustia si el nuevo califa seguiría los pasos de su hermano sometiéndolos a la misma tiranía. Por ello, la muerte de al-Murtada fue acogida con gran pesar, ya que habían puesto en él sus esperanzas de librarse del terror que representaba la dinastía hamudí.

Los malos presentimientos no se cumplieron, ya que al-Qasim se inclinó por una política de pacificación y moderación. Además, acabó con la represión que había marcado el final del reinado de su hermano, lo que le proporcionó cierta estima de la población.

A pesar del riesgo de granjearse el rencor de los bereberes, al-Qasim reclutó en África para su guardia personal a mercenarios negros, poco dispuestos a enfrentarse con los cordobeses. Su política de pacificación lo llevó a reconciliarse con los jefes que habían apoyado a al-Murtada. Así, confirmó a Jayran en Almería, entregó en feudo al eslavo Zuhayr las comarcas de Jaén, Baeza y Calatrava y consiguió que Mundir al-Mansur de Zaragoza, junto con su hijo Yahya, lo reconocieran. Esta estrategia, que consagraba la división política de al-Andalus, le permitió reinar durante tres años.

Pero en 1021, la atmosfera de pacificación se rompió cuando el sobrino del califa, Yahya, hijo de Alí ben Hammud, prestó oídos a los postergados bereberes de Córdoba, que en su rencor le ofrecieron su ayuda si acudía a derrocar a al-Qasim. Yahya no lo dudó, salió del norte de África y, para reclutar partidarios, pasó por Málaga donde gobernaba su hermano Idris. También en esta ocasión, Jayran traicionó al califa ofreciendo al rebelde su ayuda desde Almería. Con todos aquellos apoyos, en agosto de aquel año, Yahya marchó contra Córdoba. Al-Qasim abandonó la capital sin ninguna resistencia y se refugió en Sevilla. Ocho días después, los bereberes entronizaron a Yahya que tomó el título honorífico de al-Mutali bi-llah (el elevado por Dios).

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